Revista Semana, Bogotá, mayo 8 de 2010; leído en Tribuna Magisterial, mayo 23 de 2010
Si alguien pusiera en duda que Mozart fue un genio, le dirían que está loco. Lo mismo si pusiera en entredicho la genialidad de Picasso. En otras disciplinas la cosa funcionaría de manera semejante. ¿A quién se le ocurriría decir que los Beatles no fueron un grupo musical superdotado? ¿Quién creería que Bill Gates no es un tipo con un cerebro superior? ¿O que Roger Federer y Venus y Serena Williams no son tenistas de antología, como Tiger Woods en el golf? En fin. ¿No es lógico que personajes como ellos, que han nacido con tanto talento, hayan alcanzado la excelencia?
Pues parece que no. El tema es que el talento no basta y que quienes piensan que la genialidad es asunto del nacimiento se están metiendo un cañazo porque el secreto para llegar a los primeros lugares reside en las horas de práctica. Así lo afirma un libro publicado este año en Estados Unidos que se ha convertido en un fenómeno de ventas. Se titula Bounce – Mozart, Federer, Picasso, Beckham and the Science of Success (Rebotar – Mozart, Federer Picasso, Beckham y la ciencia del éxito) y su autor es el británico Matthew Syed, un ex campeón olímpico de tenis de mesa, graduado en la Universidad de Oxford y columnista de la BBC y del diario londinense The Times.
Lo que hace Syed a lo largo de las 312 páginas de Bounce es corroborar la tesis que expone al principio del libro: “Es la práctica, y no el talento, lo que verdaderamente importa”. Semejante teoría viene a confirmar la de otro best seller hace cerca de dos años: Outliers – The Story of Success (Fuera de serie – La historia del éxito), de Malcolm Gladwell, un célebre periodista de The New Yorker y antiguo reportero de ciencia de The Washington Post. Syed y Gladwell basan sus libros en un experimento dirigido en 1991 por Anders Ericsson, un sicólogo de Florida State University. El estudio tomó como muestra a tres grupos de jóvenes violinistas de la Academia de Música de Berlín Oriental (hacía poco había caído el Muro). El primero era el de los más destacados, es decir, de los que iban camino de volverse concertistas de renombre mundial. El segundo, de los que pintaban para violinistas de sinfónica. Y el tercero, de los que tenían su futuro como profesores de violín. Todos habían empezado a tocar a la misma edad.
Terminada la investigación, lo que distinguía a los primeros es que con 20 años de edad ensayaban más de 30 horas a la semana, con lo cual ya habían acumulado en total unas 10.000 horas de práctica. Cada uno de los segundos, en cambio, había ensayado 8.000 horas, y los terceros apenas superaban las 4.000. Hasta ahí, todo bien. Lo curioso es que, tal y como anota Syed, “un aspecto increíble del estudio de Ericsson es que no había una sola excepción”. Eso significa que ninguno de los violinistas del nivel más alto había pasado menos de 10.000 horas ensayando. Punto.
Pero ¿y Mozart? ¿No es esa la imbatible excepción a la regla planteada por Ericsson? Al fin y al cabo, con menos de 10.000 horas de vida, el pequeño Wolfgang no solo tocaba el piano sino que había compuesto piezas musicales de categoría. Pero hay datos que matizan el asunto. En primer lugar, Mozart, antes de haber cumplido seis años, ya había ensayado más de 3.500 horas de piano, aunque no de cualquier manera, pues su padre, Leopold, era un músico prominente en Salzburgo y uno de los mejores maestros de violín de Austria. En segundo término, de acuerdo con los expertos, según advierte Syed, “Wolfgang compuso sus obras magistrales a partir de los 21 años y no antes”, momento en el cual ya había acumulado más de 10.000 horas de práctica.
En la pintura, el ejemplo de Picasso es parecido. Syed cita a Robert Weisberg, un sicólogo de la norteamericana Temple University, cuya conclusión es que el pequeño Pablo pasó miles de horas en su natal Andalucía y en otras partes dedicado a pintar y a cometer errores, hasta que alcanzó la cima. El famosísimo Guernica, cuadro descomunal sobre el bombardeo a esa población del País Vasco en 1937, reproduce dibujos hechos 30 años antes. El resultado está a la vista: para muchos, Picasso es el artista más influyente del siglo XX, y la semana pasada, en Christie’s de Nueva York, su pintura Desnudo, hojas verdes y busto fue subastada por 106,5 millones de dólares. Un récord.
Con Los Beatles sucedió un fenómeno similar. Es cierto que, unidos, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr tenían enorme talento y que en 1964, cuando aterrizaron en Nueva York, eran cuatro jóvenes que enloquecieron a América. Pero también es verdad que los tres primeros habían comenzado a tocar siete años antes y que en 1960, sin un peso en el bolsillo, viajaron a Hamburgo contratados para el club de striptease Indra, donde, como recuerda Lennon, “dejamos atrás las presentaciones de una hora de Liverpool a dar conciertos de ocho horas”. No había descanso. Tocaban los siete días a la semana. Más tiempo de práctica, imposible.
Bill Gates, el fundador de Microsoft y uno de los tres hombres más ricos del mundo, vivió una historia comparable. Según Gladwell, sus padres lo matricularon en Lakeside, un colegio privado en Seatle (California), donde en 1968 el Club de las Madres se gastó los ahorros en un armatoste extrañísimo llamado computador. Luego, consiguieron que los estudiantes tuvieran acceso a otro aparato en la Universidad de Washington. “Era mi obsesión –dice Gates-. Yo capaba clase de Gimnasia y estaba allá siempre. Era rara la semana en que no estuviéramos 30 horas a la semana. Hubo días en que llegué a las tres de la mañana y salí por la noche”.
En Bounce, Matthew Syed comprueba además cómo Tiger Woods empezó a ver palos de golf desde que era un bebé, algo que le ocurrió a Roger Federer con el tenis, y cómo antes del nacimiento de Venus Williams en 1980 y de su hermana Serena en 1981, su padre decidió volverlas tenistas de primer nivel. No obstante, la más clara demostración de que la teoría de Ericsson es cierta es la de un húngaro, Laszlo Polgar, que tras contraer matrimonio en 1967 con su novia Klara anunció que iba a trabajar sin tregua para que sus hijos fueran campeones de ajedrez. La gente creyó que estaba loco, pero nada de eso. La consecuencia deja a cualquiera con la boca abierta: Susan, Sofía y Judit, han sido las tres mejores ajedrecistas de la historia.
Pese a todo, la práctica a la que se refiere Syed no es una cualquiera. Según él, la excelencia solo se consigue cuando el entrenamiento sale de la llamada ‘zona de confort’ y la persona busca superar su mejor marca. Es lo que el autor denomina ‘purposeful practice’ (‘práctica decidida’) en la que no teme cometer errores. Se trata de algo que anticipó el Nobel de Literatura irlandés Samuel Beckett cuando dijo: “Sigue cometiendo errores. La próxima vez te equivocarás mejor. Ser artista es atreverse a fracasar”.
Como quiera que sea, con sus libros Matthew Syed y Malcolm Gladwell han puesto a pensar nuevamente a medio mundo en dos frases célebres y muy ciertas. La primera se les atribuye a Beethoven y a Edison: “El genio es 10 por ciento de inspiración y 90 por ciento de transpiración”. La segunda es del propio Picasso, que no hacía más que pintar, y pintar y pintar: “Más te vale que, cuando te llegue la inspiración, te pille trabajando”.