La minga en Bogotá

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Editorial| 19 Nov 2008 - 8:33 pm

EN MEDIO DE DECLARACIONES abiertamente racistas de parte de algunos periodistas y pese a erráticos intentos gubernamentales por reducir a dilema de orden público lo que a todas luces es un problema social, se espera que la marcha indígena que arrancó el pasado 10 de noviembre en el Cauca llegue este jueves a Bogotá.

Después de un recorrido de más de 500 kilómetros y de una serie desafortunada de enfrentamientos con elementos de la Fuerza Pública en los que murió un indígena, 100 más resultaron heridos y un policía perdió los brazos al manipular un artefacto explosivo, se calcula en 12.000 el número de indígenas que se tomarán las calles de la capital con el objetivo de plantear puntos centrales de su agenda que consideran sólo pueden ser discutidos con el propio Presidente.

La marcha indígena debe ser ocasión —sin justificar vías de hecho como la que protagonizaron al taponar la vía Panamericana— para abordar preocupaciones que han sido relegadas de la opinión pública e injustamente estigmatizadas como depositarias del germen subversivo. Preocupaciones que, gústenos o no, derivan de los derechos que les fueron otorgados a las minorías en la Constitución de 1991 y que, como tal, difícilmente se pueden seguir descalificando.

Existe en Colombia un problema de tierras no resuelto que, pese a acuerdos alcanzados con motivo de manifestaciones anteriores, sigue siendo uno de los temas que con mayor fuerza reivindican las comunidades indígenas. Un asunto que bien puede ser resuelto por el Gobierno si renuncia a la idea de considerar que se trata de “terratenientes” y, por el contrario, acepta que muchas de las tierras de las que disponen los indígenas se encuentran ubicadas en lugares cuyas condiciones impiden trabajarlas.

Junto a éste, está el dilema de los intereses agroindustriales creados en zonas rurales que les pertenecen a los indígenas. No menos importante, la violencia de los grupos armados de la que son objeto los indígenas, no sólo comprueba que ellos no comulgan con los actores en conflicto y por el contrario se les oponen, sino además llama a que el Estado tome nota de su ausencia en la protección de una minoría que no pasa del 2 por ciento de la población total.

Pese a la autonomía acordada a los pueblos indígenas por vía constitucional, muchas son las presiones que se ejercen sobre sus territorios y en muy pocas ocasiones se les ha consultado, como supone la norma que habría que hacerlo, acerca de las decisiones que se adoptan para el futuro de sus territorios.

Si durante el gobierno del presidente Betancur, y quizás como estrategia para ganar legitimidad estatal en un país asediado por los actores armados ilegales, se puso en marcha una política indigenista que implementó un Proyecto de Desarrollo Indígena, adjudicó territorios colectivos, ratificó autoridades comunitarias y reconoció como interlocutoras a las organizaciones indígenas, la Constitución del 91 fue aun más lejos en su proyecto de inclusión. No tiene entonces presentación que se intente hacer caso omiso, o incluso peor, se rechace con argumentos deleznables lo que con justa razón, y de manera coherente con el ordenamiento jurídico, se está reivindicando.

Evidentemente esto no puede traducirse en un diálogo de sordos que favorezca a unos pocos y limite las posibilidades de la mayoría. De ahí la importancia del diálogo cordial y constructivo ahora que las comunidades decidieron llegar —de manera por demás organizada, sin bloqueos ni violencia— hasta la capital. Las organizaciones indígenas exigen respeto e inclusión a partir de la igualdad en la diferencia. Pero deberán demostrar también en estos días que no tienen por propósito enfrentarse con el Estado y que están abiertos a ese diálogo para poder salir del punto muerto en que quedaron anteriores intentos de acercamiento.

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