Jorge Enrique Robledo, Bogotá, septiembre 7 de 2007
El pasado 12 de agosto, en entrevista en El Tiempo, al preguntarle Yamit Amat si se garantizaba la transparencia del sistema electoral, Edgardo José Maya, Procurador General de la Nación, respondió: “No. No se garantiza. Yo digo que con el actual Código Electoral y el actual sistema electoral no debería haber elecciones”. Maya explicó que “la compra de votos no ha desaparecido, pero hay un sistema más audaz que es la compra del jurado; en la compra de votos, la operación se realiza voto a voto; con la compra del jurado se puede lograr que ese jurado llene un listado con 100, con 200 votos (…) Los problemas no son exclusivos de ninguna región del país; no son ni de costeños ni de cachacos; estoy dispuesto a demostrarle que en las distintas regiones del país operan mecanismos de fraude”.
El Procurador también dijo: “Las sumas que se invierten para financiar una candidatura a un concejo municipal, a una asamblea, a una alcaldía o a una gobernación, son cuantiosas (…) Estas elecciones pueden ser muy permeables al fraude (…) Hay dos normas hipócritas en la legislación colombiana: la rendición de cuentas de gastos de las campañas electorales y la prohibición a los servidores públicos de intervención en política (…) Los topes (de gastos) no los cumple nadie (…) Lo que hay aquí es una clara intervención de los servidores públicos en política; lo acabamos de ver en la reelección presidencial: un Presidente de la República con todos los gobernadores, con todos los alcaldes, y con todos los miembros del Gobierno, actuando en política (…) el actual (el Código Electoral que no controla nada) es un código de 21 años, que data de 1986”.
Pero peor que la gravedad de las acusaciones de Maya es que ellas no provocaron ninguna reacción de importancia; casi como si no hubiera dicho nada. Y no la provocaron porque los que más poder político tienen para modelar el pensamiento de la sociedad son los que han sido más exitosos a la hora de corromperla, lo que ha llevado a que sean demasiados los colombianos decentes que, anonadados por la descomposición rampante en el país, toleran o se niegan a ver cualquier conducta indeseable, por vergonzosa que sea, lógica perversa que la habilidosa manipulación de Álvaro Uribe ha llevado a niveles que parecían imposibles.
Y eso que al Procurador no se le preguntó sobre las prácticas clientelistas y violentas que también se emplean para arrear electores a la urnas, pero que es bien probable que tuviera en mente cuando hizo la franca y durísima afirmación. Porque el clientelismo, que en la corruptela tradicional colombiana aparece como un mal menor que debe tolerarse o hasta aplaudirse por ingenioso, constituye una flagrante extorsión a los ciudadanos: “O vota por mi o no le doy escuela. O vota por mí o no le doy empleo. O vota por mi o no le doy salud”, y porque dicho clientelismo también les preparó el terreno a las prácticas extorsivas realizadas a punta de pistola que terminaron por convertirse en corrientes en el país.
De ahí que resulten hasta cómicas las frases rimbombantes con las que Uribe y sus escuderos se refieren a la “gran democracia nacional” para justificar sus desmanes en contra de las auténticas concepciones democráticas, desmanes que también se explican por la forma como consiguieron los votos con los que accedieron al poder. Si el voto fuera realmente libre en Colombia, ¿ganarían las elecciones?
Coletilla I: el Polo Democrático Alternativo no tiene nada que explicar de lo que ha dicho sobre su rechazo a la violencia en Colombia. Entre otras cosas, porque no hay peores sordos que los uribistas que no quieren oír. Pero alguien debiera hacer la obra de caridad de decirle a Francisco Santos que no se arrime a la candela. ¿O ya olvidó, entre otras cosas, que catorce de sus grandes electores están tras las rejas acusados de paramilitarismo?
Coletilla II: si se quiere debatir en serio sobre el origen de la actual violencia nacional, se debe empezar por reconocer que “la combinación de todas las formas de lucha” se remonta –así no se usara la frase–, por lo menos, a los días de la violencia liberal-conservadora.
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