DE TRANSMILENIO, MEGABÚS Y OTROS DEMONIOS

Aurelio Suárez Montoya, La tarde, Pereira, agosto 21 de 2007

Todavía no he olvidado la expresión del alcalde Peñalosa en diciembre de 2000 cuando se inauguró Transmilenio y se le indagó sobre la suerte futura de los pequeños transportadores, “Será la misma de quienes sólo tenían una azadón cuando llegó el tractor”. Tal aserto, de por sí bastante desconsiderado, no recibió el reproche general de los ciudadanos quienes entonces estaban obnubilados con la aparición de lo que se llamó el Sistema Integrado de Transporte Masivo.

Esa alegría no perduró. En todos los sondeos de opinión de los últimos dos años Transmilenio recibe calificaciones más bajas que el modo tradicional de buses y busetas. La frecuencia inadecuada de las distintas rutas, los largos tiempos de espera en las estaciones y el excesivo número de pasajeros, (que ha hecho que de manera coloquial se le llame como “Trasnmuylleno”) asociado con la inseguridad sufrida por los ciudadanos dentro de los buses, y el altísimo precio de la tarifa se señalan como causas del desengaño. Recientes notas periodísticas de Eduardo Sarmiento y Armando Silva coinciden en anotar que la privatización del transporte, que se concretó entre el Distrito y el puñado de empresarios privados tuvo como prioridad las tasas de rentabilidad de la inversión antes que la eficiente prestación del servicio.

La concesión de la operación del Sistema se concretó en un contrato que es una lesión enorme al patrimonio público, de las más aberrantes en la historia nacional. En él se plasman iniquidades como que la tarifa pagada por 1,3 millones de usuarios al día debe asegurar el cubrimiento de los costos, la recuperación del capital invertido y el retorno de la inversión. Para cumplir con ello, pese a que entre el Distrito y la Nación gastaron casi $3,5 billones en la construcción de los carriles exclusivos y de sus embarazosas reparaciones, los agentes privados, que en el montaje de los vehículos no gastaron sino una séptima parte de esa suma, se quedan con el 96% de lo recaudado. Esa ventaja se garantiza con artilugios como el establecimiento de una tarifa paralela que contabiliza mensualmente los costos y los cubre con fondos especiales si con lo pagado por los consumidores no es suficiente o con cláusulas que le reconocen a las empresas un número fijo de pasajeros por kilómetro, aunque no utilicen el Sistema. Según Sarmiento, las tarifas de Transmilenio le significan a los hogares pobres el 17% de sus ingresos mientras las empresas obtienen rentabilidades del 40%. Esta estructura acelera la fase de agotamiento de este sistema, lo descalifica como solución única a la “movilidad” de los bogotanos y dificulta una respuesta racional a las sentidas demandas ciudadanas al respecto.

El modelo Transmilenio ha empezado a replicarse por Colombia. En Pereira, donde está cumpliendo un año de funcionamiento el Megabús, se han cometido anomalías similares a las de Bogotá. La adjudicación de su principal troncal tuvo evidentes irregularidades, el diseño de la ruta se modificó, introduciéndola por el centro de la ciudad en busca de un cierre financiero a favor de los empresarios, entre los que se encuentra uno de los operadores de la capital del país, golpeando a los pequeños comerciantes y produciendo un trancón sin salida; y, pese a todo, el cálculo de 140.000 pasajeros diarios como punto de equilibrio está lejos de cumplirse. Las obras complementarias están paralizadas y las calles pereiranas se invaden de motocicletas, lo mismo que en Bogotá; como alternativa económica viable para muchas familias en comparación con los costos de transporte derivados de los contratos leoninos. ¿Quién paga “los platos rotos”?

El último Plan Nacional de Desarrollo aprobó como mega-proyecto la difusión del sistema Transmilenio para ciudades como Cali, mancillado ya por sobrecostos y desaguisados, Bucaramanga, Medellín y Cartagena, entre otras, y expandir el de Bogotá incluyendo absurdos como la ruta por la carrera séptima. Después de lo visto no se sabe bien si el propósito uribista es más bien difundir los fementidos contratos por doquier. Por lo visto ya en Pereira, tal parece que fuera la verdadera intención. Así las ciudades colombianas se van alejando de verdaderas soluciones sociales en transporte y se van amarrando a una que, por sus características contractuales, propende hacer de este servicio esencial un negocio particular de claro corte neoliberal. El típico caso que privatiza las ganancias y socializa las pérdidas, el de los empresarios subsidiados por los usuarios y el Estado a fondo perdido; se ha reforzado, con mecanismos más sutiles, la estructura corrupta que ha regido el transporte urbano en Colombia y es, según Silva, “la peor privatización, que usufructúa 10 millones de pasajes diarios para enriquecer a cinco propietarios”.

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