UNA CONTRADICCIÓN OFICIAL: EL GOBIERNO DE URIBE Y EL DELITO POLÍTICO

Carlos Gaviria Díaz, El Tiempo, Bogotá, Agosto 17 de 2007

El mensaje es que defender al Gobierno por medios atroces merece beneficios.

El tratamiento más benigno del delito político, en contraste con el delito común, es corolario de la filosofía liberal que reconoce el derecho a disentir pero reprocha el uso de las armas como un medio ilegítimo para ejercerlo.

Esa tradición occidental, que tiene en la revolución francesa un hito inocultable, contradijo la mentalidad prevalente hasta entonces, defensora del derecho divino de los reyes y aun de la naturaleza divina de los gobernantes, que juzgaba el atentar contra lo que ellos encarnaban el más grave hecho pensable. El crimen majestatis (crimen de lesa majestad) fue su producto inevadible.

Esa impecable línea doctrinaria fue recogida por el constitucionalismo colombiano y respetada aun por las constituciones de cuño conservador, como la de 1886, que al reimplantar la pena de muerte, abolida en la de 1863, excluyó de ese castigo a los responsables de delitos políticos. Con el proceso de sacralización de la democracia que vienen predicando e imponiendo Europa y Estados Unidos, la supresión de esa categoría de delitos se ha convertido en doctrina que recogen sin crítica ni pudor quienes desde este mundo (¿el tercero?) al que pertenece nuestro país, proclaman que vivimos en una democracia cabal y que pretender cambiar (por la vía armada) este estado de cosas equivale a desconocer el contrato social (¡) que hemos suscrito (¡ah!, la utilidad pragmática de las ficciones), y que esa transgresión merece el más drástico reproche por parte de la ley penal.

No deja de sorprender que el reclamo de un mayor castigo para los delitos políticos recupere -desde luego, sin confesarlo- la tesis autoritaria y regresiva derivada de la 'naturaleza divina del gobernante' y el derecho divino de los reyes. Este nuevo modo de pensar, que desde luego no es invención de Uribe, viene abriéndose paso en la práctica 'legislativa' y en la jurisprudencia de nuestro país, amparada por formas de pensamiento que germinaron en 'otro mundo' (¿el primero?) y se trasplantaron aquí sin reserva. Dos jalones, entre muchos, ilustran lo dicho: el decreto extraordinario 1923 de 1978, tristemente recordado como Estatuto de Seguridad, y la sentencia C456 de 1997 de la Corte Constitucional, de la que disentí en la compañía grata y honrosa de Alejandro Martínez Caballero. En el primero, la pena para el delito de rebelión, que era de 6 meses a 4 años de prisión, se cambió en presidio de 4 a 14 años, igualándola a la que existía para el delito de homicidio. Y en la segunda se abolió la conexidad del delito político con el homicidio y las lesiones producidas en combate, que en adelante se penalizarían como delitos autónomos (el terrorismo y los delitos atroces, incluido el secuestro, han sido siempre excluidos de la conexidad).

El actual gobierno ha sido abanderado, por labios del Presidente y algunos de sus más sobresalientes voceros, de la tesis que propugna la abolición del delito político como categoría penal acreedora de tratamiento más benigno, pues así lo exigen la práctica y la teoría democrática. Hasta allí nada grave que objetar. Solo que hay quienes, con razones, discrepamos de tal tesis: al fin y al cabo, se trata de una postura de filosofía política y de política criminal. Pero hay algo que sí es grave y preocupante: cuando en un debate el interlocutor, despreciando las leyes de la lógica, incurre en contradicción mayúscula, su discurso queda deslegitimado.

Juzguen los lectores. Según el discurso oficial, el delito político, por las ventajas que comporta, debe desaparecer de una democracia como la nuestra. Pero hay que enrevesarlo, preservando sus beneficios, para imputárselo a quienes no lo han cometido: los que se alzaron en armas, no para cambiar el régimen constitucional (que en eso consiste el delito político en su forma más característica), sino para defenderlo, a ciencia y paciencia de los gobernantes de turno o hasta convocados por ellos.

En el fondo, el mensaje implícito es preocupante: defender un gobierno como el actual (transgresor habilidoso de la Carta) debería ser delictuoso. Pero si se hace (además) por medios criminales atroces, merece el reconocimiento de beneficios.

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