Opinión| 21 Nov 2009 - 12:52 am
Por: Mauricio García Villegas
Pues bien, en Colombia uno tiene la impresión de que existe una combinación de estos dos sistemas: un gobierno del pueblo, pero para los ricos. Algo así como una demo-plutocracia: el Gobierno recibe el apoyo abrumador de los más pobres, pero trabaja para defender los intereses de los más ricos. Lo digo en términos más concretos: el Presidente otorga fabulosas exenciones tributarias a los empresarios, a los banqueros, a los exportadores y a los dueños de zonas francas (8 mil millones en 2009) pero nada de eso impide que la favorabilidad del Presidente en los estratos 1 y 2 alcance el 80% (en los estratos 5 y 6 sólo llega al 50%).
En ninguna parte del país la demo-plutocracia tiene tanta fuerza como en el campo. Las experiencias de Agro Ingreso Seguro y de la hacienda Carimagua son expresiones elocuentes de una política económica cuyo fundamento es el siguiente: si los ricos se vuelven más ricos, algún día arrastrarán, en su apogeo, a los pobres y los sacarán de la miseria. Pero como lo demostró la crisis reciente de la economía mundial, esa teoría ni siquiera funciona en contextos de mercado libre, es decir de competencia plena. Cuando se aplica al campo colombiano, no sólo no tiene éxito, sino que se vuelve contraproducente: en lugar de arrastrar a los pobres, los confina en la pobreza (los desplaza).
Si estuviéramos hablando de otra cosa, por ejemplo de la industria o del comercio, la demo-plutocracia no sería tan chocante. Pero estamos hablando del campo colombiano, un territorio dominado por una oligarquía terrateniente que ha bloqueado todos los intentos de modernización durante siete décadas. Estamos hablando de los campesinos colombianos, cuatro millones de los cuales han sido despojados de sus tierras y desplazados hacia las ciudades.
Una cosa es entregar subsidios a, digamos, los campesinos de Wisconsin para que produzcan más leche y más quesos, en un Estado en donde la miseria fue erradicada hace casi un siglo y otra muy diferente es darles dinero a los latifundistas de la Costa Atlántica colombiana para que extiendan sistemas de riego, cuando la mitad de los campesinos de esa Costa no recibe agua potable en sus casas (casi diez millones de personas, la mayoría de ellos campesinos, carecen de servicio de acueducto en Colombia).
Una cosa es repartir subsidios en, digamos, Bélgica, donde los campesinos son los dueños de la tierra y viven, como campesinos, de su trabajo agrícola, y otra muy diferente es repartir subsidios a los finqueros colombianos que, por lo general, son médicos, abogados y políticos de profesión.
Alguien me podría decir que el abrumador apoyo popular que recibe esta política demo-plutocrática es suficiente para justificarla. No lo creo. Incluso suponiendo que en la ejecución de esos programas no hubiese habido problemas de corrupción, ni de clientelismo ilegal —que los hubo y a chorros— esa política me parece indigna y descarada.
Si el presidente Uribe estimaba hace algunos meses que el Estado de opinión es la fase superior del Estado de Derecho, me pregunto si hoy en día no estará pensando que la demo-plutocracia es la fase superior del Estado de opinión.
* Profesor de la Universidad Nacional e investigador de DeJuSticia
0 comentarios:
Publicar un comentario