Desde hace muchos años, cada presidente colombiano ha vendido la nacionalidad. Desde los días en que Teddy Roosevelt se tomó Panamá, los sucesivos mandatarios de la neocolonia gringa han sido dóciles a los dictados de la “estrella polar”, tal como llamó a la Unión el presidente Marco Fidel Suárez que, como algunos de sus antecesores, estaba más dedicado a la gramática o a pulir versos que a la defensa de la nación.
Los que llegaron después del autor de Los Sueños de Luciano Pulgar fueron peores, hasta arribar a los tiempos de ahora cuando el país –pobre país- ya no es solo un coto de caza de las trasnacionales y los intereses “americanos”, sino una suerte de mujer desvergonzada a la cual pueden manosear sin que se le ocurra realizar ninguna repulsa.
Digamos que es vieja la intromisión en los asuntos internos de Colombia de parte de Washington. Hoy, convertido en una “aliado” de los norteamericanos, incluso con apoyo a la descarada invasión de Bush a Irak, también al país le dictan órdenes de otras latitudes. Lo hizo, por ejemplo, Nicolás Sarkozy.
El mandatario francés, a mediados del año pasado, le dijo a Uribe que debía excarcelar al “canciller” de las Farc, Rodrigo Granda. Ni siquiera hubo un pataleo del señor de los caballos, el mismo que había prometido casi hasta el delirio que iba a acabar con la guerrilla. No pidió ninguna explicación al presidente francés, porque, según Uribe, prefirió “la confianza a la curiosidad”.
Por esas mismas fechas Uribe tuvo que ir a la metrópoli a cabildear con los del bando de los demócratas el asunto del Tratado de Libre Comercio, en cuyas correrías sufrió, primero, el desprecio de Al Gore y, después, la humillación de alguna representante estadounidense de menor rango. Qué servidumbre tan degradante la del mandatario nacional.
Que, a su vez, es un envalentonado pero con las clases populares colombianas, a las cuales ha zamarreado como a mulas. Contra ellas ha dirigido toda su política neoliberal, consistente, por ejemplo, en la conculcación de derechos, en reformas laborales antiobreras, en la estigmatización del sindicalismo, en el despido de trabajadores del Estado. Curioso país el nuestro en el cual a los asesinos se les glorifica al tiempo que a las víctimas se les hunde cada vez más en los abismos de la humillación y las exclusiones.
Ahora, una nueva injerencia en los asuntos internos del paisito la ha realizado Hugo Chávez. Y al parecer, como Uribe está acostumbrado a ser un siervo de potentados extranjeros, da la impresión de que no hay que asumir una posición de dignidad frente a las intromisiones provengan de donde provengan. Colombia es un país sin autodeterminación. Parece que le gusta la violación de gringos, franchutes y ahora de un venezolano delirante, que tal vez se cree la reencarnación de Bolívar.
Chávez, así sea un antiimperialista, no tiene derecho a dictar órdenes ni al pueblo ni al gobierno colombianos. Debe permitir que cada uno construya su propia historia. Porque una cosa es la solidaridad y la cooperación y otra, muy distinta, el intervencionismo. De esa manera, ni Bush, ni Sarkozy, ni Chávez, ni ningún país o dirigente foráneo deben entrometerse en los asuntos internos colombianos.
Le corresponde al pueblo hacer sus propias transformaciones, ser el protagonista de los cambios. Claro que aquí es apenas carne de cañón, tanto de las clases en el poder, como de los paramilitares, de la guerrilla. Es la víctima. Ya lo decía algún analista internacional: en Colombia no hay una guerra civil, sino una guerra contra los civiles.
Pero que un extranjero venga a decir que hay que darle estatus de beligerancia a un grupo armado que no representa al pueblo, más que un atropello es una estupidez. Y un exabrupto. En este caso, habría que apelar a las palabras del reyecito de España (ese que parece creer que tiene súbditos por estas geografías): Chávez, por qué no te callas. |
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