La cuerda para ahorcarnos
Lo que sigue resultando difícilmente comprensible es que los costos de la erradicación manual seguirán siendo pagados por el presupuesto de Colombia.
Por Antonio Caballero
Fecha: 07/28/2007 -1317
Por eso no sé si lo de abandonar las fumigaciones aéreas -o simplemente reducirlas, como aclaró luego el ministro de Defensa Juan Manuel Santos: otro que tal baila en materia de convicciones- va en serio o no. Pero me parece una medida sensata. Porque ya han pasado años y años de sobra para darse cuenta de que las fumigaciones aéreas, además de inútiles, son dañinas. Son inútiles porque no han conseguido reducir en lo más mínimo la producción de cocaína ni la superficie sembrada de coca (o de otros cultivos ilícitos); y son dañinas porque afectan también cultivos legales, envenenan las tierras y las aguas y generan problemas de salud entre la población de las regiones fumigadas. Y además son costosas en divisas. Hay que pagar el alquiler de los aviones fumigadores (a empresas norteamericanas), el sueldo de los pilotos (norteamericanos también), la gasolina de los vuelos (no sé si es de producción local, pero no lo creo), y, naturalmente, el glifosato. Porque el que produce en Colombia la misma multinacional norteamericana no es el que se utiliza en las aspersiones aéreas, nadie sabe por qué.
La erradicación manual de las matas de coca, en cambio, tiene por lo menos la ventaja de que da empleo. No tanto como el que dan los cultivos y el procesamiento de la droga, pero que se suma a este. No es un empleo productivo, desde luego, sino destructivo; tanto en el sentido directo de que acaba con las plantas, como en el indirecto de que obliga a talar otro pedazo de selva para volverlas a sembrar en otro sitio. Es peligroso. Es precario. Pero es al menos, insisto, empleo: ocupación e ingresos para trabajadores que, de no encontrarlos en la erradicación, tendrían que buscarlos en alguna de las múltiples modalidades de la violencia colombiana: como guerrilleros o como paramilitares, como sicarios del narcotráfico o como delincuentes comunes. O, en el mejor de los casos, como miembros de las Fuerzas Armadas que combaten a las guerrillas, a los paramilitares, a los sicarios del narcotráfico y a los delincuentes comunes.
Así que la decisión anunciada por el Presidente de abandonar la fumigación aérea, o por lo menos de reducirla, me parece sensata. No sirve de mucho, pero de algo sirve. Y por lo menos no hace daño.
Pero lo que sigue resultando difícilmente comprensible es el anuncio de que los costos de la erradicación manual seguirán siendo pagados por el presupuesto de Colombia, es decir, por los impuestos de los contribuyentes colombianos. Es una especie de 'Plan Colombia' al revés: es decir, de plan de ayuda de Colombia a los Estados Unidos para reducir la producción y la exportación de drogas, en vista de que ellos son incapaces de reducir la importación y el consumo. En vista de que son incapaces de hacer cumplir sus propias leyes dentro de su propio territorio.
El tráfico y el consumo de drogas sólo les causan un daño marginal y bastante insignificante a los Estados Unidos en materia de salud, y en cambio les generan toda suerte de ganancias y ventajas, tanto económicas como políticas. A Colombia, la producción y el tráfico -y sobre todo su prohibición- la están destruyendo física y moralmente desde hace ya decenios. Y sin embargo nuestros gobernantes se empeñan en que seamos nosotros quienes financiemos, no sólo con sangre sino con dinero, los costos de esa guerra ajena. Por eso hay que mirar la aparente sensatez de la decisión táctica de interrumpir la fumigación aérea dentro del marco de la colosal insensatez estratégica que es el mantenimiento de la guerra. Lo que en realidad hace el presidente Uribe (como todos sus predecesores) es obligarnos a pagar para que nos vendan la cuerda que sirve
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