Aurelio Suárez Montoya, La tarde, Pereira, junio 24 de 2008
La historia de América ha estado signada por la desigualdad. Desde cuando Pizarro, Belalcázar y Jiménez de Quesada, atravesaron cordilleras, cruzaron el Amazonas en busca de la leyenda muisca de El Dorado. La extracción de oro llevó al exterminio de la población aborigen, que cayó de más de 100 millones en la víspera de la “conquista” a apenas 12 millones en 1650, entre blancos, negros y mestizos. El caso de los quimbayas fue patético, descendió de 15.000 individuos en 1539 a tan sólo 120 a finales de la década de 1620. En el Nuevo Reino de Granada, en los dos ciclos coloniales del oro, las casas reales de España se alzaron, según registros de acuñación de moneda, con cerca de 200 millones de pesos plata más otro tanto en el que se estima el contrabando. El oro era esencial para el control de las transacciones comerciales en la época del mercantilismo global y la disputa por él entre España e Inglaterra estuvo rodeada por hechos como el hundimiento del galeón español San José -cuyos tesoros aún subsisten- en 1708.
Entre 1870 y 1914, sesenta millones de europeos migraron a América y a Australia para ocupar las nuevas tierras disponibles merced a los avances y reducción de costos del transporte, por la navegación a vapor y los ferrocarriles, y a las comunicaciones. Junto con los flujos migratorios de India y China hacia otros países del Sur se calcula que se movilizó el 10% de la población mundial. Esas migraciones, al contraerse la oferta de mano de obra, llevaron al incremento de los salarios en Europa: en Irlanda un 32% y en Italia un 28%; mientras en las naciones receptoras se redujeron. Los flujos humanos inciden para igualar los salarios entre los países de origen y los de destino, en los primeros suben y en los segundos decaen. Circularon capitales, mercancías y personas y se estableció un comercio de manufacturas por materias primas entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
Luego de 1950, el expansionismo del Norte, fundado en consorcios financieros e industrias avanzadas, agrandó la desigualdad sobre el Sur y la brecha entre uno y otro se volvió insuperable. La presente “globalización”, anunciada como la gran integración planetaria, volvió a repetir la historia: beneficios para las naciones poderosas y más pérdidas para las débiles. Los grupos empresariales de Estados Unidos y de Europa se arrojaron sobre las economías del resto para capturarlas. Al amparo de las normas del “libre comercio”, entre ellas las privatizaciones, han tomado posesión de patrimonios públicos y riquezas de América Latina, Asia y de lo que queda de África. El nuevo “El Dorado” son sectores de finanzas, electricidad, minas, telecomunicaciones, agua y petróleo. En el año 2000 la Unión Europea era ya la primera inversionista extranjera en América Latina, mediante tratados, presentados como de “cooperación”, iniciaron su novel desembarco en Chile, México y Mercosur. España ha sido protagonista: las inversiones de las empresas de ese país fueron, por ejemplo, de 342 millones de euros en 1993, de 31 mil en 2000 y de 10 mil en 2005. El PSOE es puntal en esa ofensiva, “los socialistas seguiremos trabajando para garantizar un marco jurídico seguro y estable para las inversiones en América Latina”, es el motor de los pactos que promueven.
Como contraprestación, América Latina nada recibe. Fruto del despojo de sus activos, muchos latinos han emigrado a Europa en procura de ingresos principalmente para enviarlos como remesas a sus familias. La Directiva de Retorno, aprobada por el Parlamento Europeo la semana pasada, con votos “socialistas”, es otra agresión a tan mínimas aspiraciones. “La entrada de extranjeros en España debe estar ligada al mercado laboral”, dijo la canciller, Teresa Fernández de la Vega; es decir sólo cuando convenga, cuando los requiera. Quien sea capturado indocumentado, a partir de 2010, se detendrá hasta por 18 meses en “centros de internamiento”, luego expulsado y no podrá reintegrarse con su familia sino después de un quinquenio. Afectará a más de 8 millones de personas y se supo que España fue uno de los que más presionó para “endurecer”. Después de cinco siglos la ignominia continúa, América ha sido oro, tierras, salarios, lugar de recepción y asilo de los europeos y de acrecentamiento y rentabilidad para sus capitales; entre tanto Europa no ha podido ser siquiera terreno para que gentes humildes del Sur y, hasta de la misma Europa Oriental, se ganen el pan con su sudor. Las palabras de algunos mandatarios americanos indignados ante esa inicua Directiva contrastan en su justo contenido con las declaraciones insípidas de la OEA y la CAN que, con poquedad, admiten en la práctica el atropello. Otra vez, un “El Dorado” a cambio de azote; ¿hasta cuándo será?
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