Moisés Wasserman*
La discusión en los medios de comunicación sobre presencia de grupos subversivos en las universidades creó más confusión que claridad en la sociedad. Quisiera, por mi visión cercana del tema, aportar algunas ideas que ojalá contribuyan a clarificar el panorama.
La primera afirmación que debo hacer es una verdad que parece haber desaparecido de la discusión, tal vez porque por obvia nadie se molesta en repetirla. Al menos el 99 por ciento de los estudiantes de la universidad pública son jóvenes, responsables y comprometidos, que vienen a formarse integralmente como excelentes profesionales y ciudadanos. Sus pensamientos y posiciones políticas son diversos. Su energía juvenil, su preocupación altruista por las víctimas de la injusticia y la discriminación, su deseo de equidad y su buena voluntad los llevan, a veces, a expresar sus ideas con un énfasis y en términos que en otros ámbitos podrían verse como excesivos. Esta actividad intelectual y política no sólo no obstaculiza su formación ciudadana sino, por el contrario, es parte sustancial de ella y contribuye a la participación ética y constructiva de nuestros egresados en los procesos de desarrollo social, familiar y personal a los que se han vinculado.
Quienes asumimos la dirección de las universidades, públicas y privadas, tenemos claro que nuestra obligación primordial es garantizar las condiciones para que estos jóvenes accedan a la formación que desean, con los mayores estándares de calidad que los medios nos permitan. Hay un número muy pequeño, proporcionalmente casi insignificante -aunque no menos preocupante- de estudiantes que llegan a la universidad con propósitos diferentes. Algunos se sorprenden de que haya infiltración de grupos ilegales. No se necesita ser muy suspicaz para llegar a esa conclusión, basta leer los grafitis en las paredes de nuestros campus, con los lemas tradicionales y firmados por los grupos ilegales sin ningún disimulo. Son grupos minoritarios que no son, ni podrían ser, interlocutores de la administración. Tampoco lo son de la mayoría de los universitarios.
Hay que señalar un hecho prominente en los videos recientes: la gran indiferencia con que son recibidas las arengas. En el campus de la Universidad Nacional de Bogotá circulan diariamente más de 30.000 personas y las imágenes muestran unos escuálidos aplausos, de públicos escasos, cautivos circunstancialmente en una actividad diferente, interrumpida por un ingreso sorpresivo de los encapuchados. El acto de encapucharse constituye por definición una falsedad y una amenaza y destruye cualquier base de confianza en una discusión.
Creo que las directivas de las universidades han tenido éxito en mantener muy baja la capacidad de convocatoria de esos grupos ilegales, a pesar de sus abundantes recursos y de su nivel organizativo. Este éxito se debe sin duda a la libertad de cátedra, de investigación y de expresión que imperan en el ámbito universitario. La única fuerza que tenemos y podemos ejercer profesores y directivas es la de los argumentos. No tenemos (por suerte) servicios de inteligencia. La universidad responde a las arengas sin contenido argumentativo con foros, cátedras, seminarios y publicaciones. Es la respuesta que debe dar la universidad a las incitaciones a la violencia.
Los estudiantes que ejercen acciones ilegales deben ser sometidos a la justicia como cualquier ciudadano, pues ser universitario no otorga fuero especial. Sin embargo, me parece que el lugar menos apropiado para que las autoridades busquen a personas fuera de la ley son los campus poblados por decenas de miles de estudiantes. Quienes más interesados están en una incursión de la Fuerza Pública son esos grupos que no dan la cara, que aprovechan la multitud de jóvenes para esconderse en ella y que utilizan con felicidad la confusión generada entre actividades de desacuerdo y oposición legítimas con otras de mero adoctrinamiento subversivo.
* Rector de la Universidad Nacional
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