Ahora es el propio Gobierno el que tiene su legitimidad impugnada.


Pedro Medellín Torres. Columnista de EL TIEMPO, 22 de Abril de 2008.


Algún día tenía que pasar. La habilidad que el Gobierno había demostrado para desvirtuar pruebas o desviar la atención pública sobre hechos que lo cuestionaban resultaría insuficiente para contener la avalancha de acontecimientos. Ahora son las declaraciones de la ex congresista Yidis Medina, en las que acepta haber apoyado la reelección del Presidente a cambio de puestos en la administración pública. Es un reconocimiento de parte de lo que ha sido práctica de muchos años y recurso preferencial de este Gobierno: el ofrecimiento de cargos públicos a cambio de votos en el Congreso.

Medina describe bien su funcionamiento. Un congresista es invitado a desayunar en Palacio para acordar los apoyos a los proyectos presentados por el Gobierno. En principio se resiste, buscando obtener la mayor cuota posible. Pone al ministro del ramo y a sus jefes políticos a perseguirlo, hasta que obliga al Presidente a que lo llame para asegurar su participación burocrática en el Gobierno. Claro, el cumplimiento depende del congresista y de la influencia que tenga en Senado o Cámara.

El problema está en que para el caso de Yidis Medina lo que se jugaba
era, ni más ni menos, la reelección presidencial. No sólo se trata de la implicación simbólica que tiene para la ética pública de un país el que un presidente invoque la lucha contra la politiquería y la corrupción, pero, para mantenerse, recurra a los favores de una dirigente política que fue concejal de Barranca por el Partido Liberal, candidata a la alcaldía de su municipio con el aval del cura Hoyos y, como congresista, vota argumentando que "me debo al Partido Conservador, que apoya la reelección". Se trata, sobre todo, de una gravísima implicación política e institucional que tiene la declaración: la autoincriminación de Medina (en acuerdos que configuran los delitos de cohecho y tráfico de influencias) impugna la egitimidad del poder que sustenta el gobierno de Álvaro Uribe.

Es evidente que un poder que se origina en una negociación espuria de favores está viciado desde su origen. Y no puede ser corregido ni siquiera por la más abrumadora de las popularidades.

Un gobierno popular no es necesariamente uno cuyo poder sea legítimo. La legitimidad no nace de la popularidad. Nace del apego a las normas, no de su violación. Es a partir del respeto a las leyes y las reglas del juego político como, con sus acciones, los gobernantes van construyendo su legitimidad. Es decir, van logrando transformar la obediencia en adhesión. Pero cuando la adhesión se logra a cambio de favores, la legitimación se degrada a una simple compra de conciencias, individuales o colectivas. Y cuando eso ocurre, la política se reduce a una práctica de extorsiones cruzadas en donde todo se compra o vende al mejor postor y la función de gobernar deja de ser la de conducir a las sociedades y los Estados para quedar sometida a la administración de intereses.

Quizás Uribe y su gobierno argumenten que, como dijo Maquiavelo, "la acción política inmoral sólo se justifica cuando tiene por finalidad la salvación de la patria". Sin embargo, es evidente que la salvación de la patria no debe hacerse a costa de quebrar los fundamentos que la sostienen: el derecho y las instituciones políticas. El problema radica en que un poder surgido de una negociación espuria establece lazos que difícilmente se pueden romper y complicidades imposibles de erradicar. El resultado es que quienes ayudan a que alguien ejerza el poder se sienten con derechos para exigir una retribución a su esfuerzo. Quizá por eso hemos tenido que ver cómo proyectos de ley que parecían sepultados, de un momento a otro resultan aprobados por bancadas que apenas unas horas antes se resistían a hacerlo.

Algún día alguien contará cómo se aprobaron las reformas tributarias y las reformas de las transferencias o del régimen pensional.

La crisis llegó a la cúspide de los poderes públicos. Ya no sólo el Congreso está marcado por la ilegitimidad. Ahora es el propio Gobierno el que tiene su legitimidad impugnada.

Pedro Medellín Torres

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