Lo que sigue si no se le pone fin al inicial desorden, va a ser el estallido de un paro general que involucrará todas las universidades estatales por eso de la solidaridad cuando se rompe la armonía entre directivas y estudiantes por motivos reales o supuestos que ataquen lo que ellos consideran derechos suyos fundamentales. Estos temas son en extremo sensibles y hallan positiva respuesta en la mayoría del estamento, por naturaleza propenso a asumir como propias estas causas que defienden con decisión y no siempre pacíficamente, pues la anormalidad académica, frase eufemística, en su lenguaje significa inasistencia a clases, foros de discusión abiertos, saboteo a estudiantes y profesores esquiroles, formación de grupos de choque y con frecuencia, destrucción de bienes que sirven a la institución.
En la arrogancia rectoral, a veces estos personajes se olvidan de un hecho importante. Se olvidan que pertenecen a una comunidad que es la suma de estudiantes (en este caso cerca de 50 mil), profesores, Consejos, empleados y trabajadores de base con alto poder de determinación. Ese olvido es causa de enfrentamiento que, al generalizarse, llegan a paralizar las actividades académicas en su casi totalidad. A veces con muertes de estudiantes o policías. Es que no se pueden asimilar las universidades estatales a las privadas o, si se quiere, a las confesionales. Las distancian hondas razones filosóficas y de comportamiento y hasta de los reglamentos que las rigen. La universidad estatal, más que cualquiera otra, es el ágora por excelencia para promover en el nivel más alto de las controversias intelectuales los temas sociales y políticos que no se pueden dar en la calle, ni en las plazas públicas y ya ni en los cuerpos colegiados sumidos en las peores prácticas politiqueras en el peyorativo sentido que hoy le damos. Allí campea al desnudo tanto el impúdico trueque de votos por prebendas, como la rapacidad sobre el presupuesto en las formas más diversas y reprochables. El Congreso hoy, con honrosas excepciones, es una muestra de lo que no debe ser el recinto de las leyes, santuario de la democracia.
Los estudiantes de la U. Nacional y parte importante del profesorado, se oponen al estatuto que las directivas, al decir suyo, les quieren imponer sin sujeción a las prudentes normas de la consulta con la comunidad entera. Por eso lo han llamado el “estatuto de la discordia” que, por lo visto, no va a pasar sin una previa depuración y aprobación de quienes se consideran los afectados. Es una utopía dar por buena y de aceptación pacífica esta reforma bautizada engañosamente “Revolución Educativa” si la mayoría de los estudiantes (no un pequeño grupo como dice el rector) que no tienen nada de tontos, la ven orientada a “la profundización de la política privatizadora” del gobierno. Los cupos de crédito, el plan de transición, la asistencia a clase, la cancelación de asignaturas y de semestre, las calificaciones y exámenes de admisión, las evaluaciones etc., según se informa en la prensa, se han constituido en los puntos neurálgicos de la crisis, por ahora, conjurable con buena voluntad de parte y parte. Son las pequeñas hogueras que, atizadas desde posiciones radicales, se convierten en incendios devastadores, sin que valga que a las puertas de la U. se instale el pelotón antimotines y que desde la rectoría se anuncien sanciones drásticas de expulsiones, cierres de semestre y cuanto signifique represión, como la toma de los predios por la fuerza pública.
La U. se ha manifestado en nueve de las once facultades, a favor de sostener el paro y convocar a un plebiscito interno que defina la vigencia o derogatoria del Acuerdo 008 de 2008. Las cuatro sedes lo están proponiendo. Y si es cierto que la mayoría aprueba el Acuerdo, no se ve razón para no acogerlo. Es que la Constitución del 91 trajo normas de participación democrática. La tesis es sencilla: “...el ciudadano común está comenzando a ser consciente de que su opinión y sus votos son importantes, no sólo en el escenario electoral, sino también en otros. En la industria, en el comercio, “en las universidades” están reclamando el derecho a participar o a ser consultados sobre decisiones que afectan sus condiciones de vida o trabajo”.
Aquello de “magíster dixit”, señor rector, pasó a ser pieza de museo con la muerte de Aristóteles. Pise blando, señor rector, que el suelo universitario, usted lo sabe, es resbaladizo.
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