Lo más preocupante de una crisis no es la crisis, sino que parte de ella sea la incapacidad para enfrentarla y superarla. Está ocurriendo en Colombia. Pocos niegan la gravedad del pantano en que nos hundimos, pero la confusión de la dirigencia instalada en el poder nos sepulta cada vez más en la ciénaga.
El Gobierno parece a veces una pachanga: el Comisionado de Paz lanza mensajes políticos a los partidos; el Ministro del Interior le revira; el Comandante de la Policía perora sobre conflictos internacionales; el Ministro de Agricultura encabeza la oposición al despeje humanitario y lidera la reelección presidencial; el presidente Álvaro Uribe repudia en público "todo lo que nos lance a la incertidumbre", aunque mantiene en la incertidumbre la tercera elección. Luego, para completar el ajiaco de señales, se arroja por un tobogán acuático, como cualquier colegial, y no sabemos si la húmeda peripecia es metáfora de su administración o sugerencia de que aquí no pasa nada y hay que divertirse.
En medio de las caóticas contradicciones brota una enrarecida atmósfera autoritaria. El Presidente se lía a bofetadas verbales con el abogado de un magistrado al que acusó, se multiplica el juego sucio de diversa procedencia y abundan las descalificaciones a opositores del Gobierno, como el peligroso señalamiento personal que acaban de hacer Uribe y sus asesores a los ya amenazados Gustavo Petro, Iván Cepeda y León Valencia. Ignoramos si los desvaríos de algunos gladiadores uribistas son producto del delirio político extremo o encarnan mensajes oficiales enviados por interpuesta persona. Observadores que se ganaron el respeto de la opinión por sus serenos antecedentes en el campo del análisis, como Alfredo Rangel, hoy proponen cosas aterradoras. El domingo, en su columna de EL TIEMPO, Rangel atribuyó al periodista Daniel Coronell parte de la responsabilidad del posible cohecho que permitió a altos funcionarios conseguir el voto de Yidis Medina para aprobar la reforma constitucional de la reelección. Como es sabido, la congresista concedió a Coronell unas declaraciones donde relataba el episodio, pero exigió que no lo revelara a menos que ella lo autorizase o sufriese algún percance. Honró el compromiso Coronell, en actuación que no rasguña en lo más mínimo la ética profesional, y solo cuando Yidis decidió hacer públicas sus palabras, divulgó Coronell el testimonio.
Ahora propone Rangel una medida insólita: "En estos tiempos tan agitados, y sobre todo ante la presencia de un crimen, creo que va siendo hora de revisar el decimonónico carácter absoluto y ponerle ciertos límites al secreto de la confesión religiosa, a la reserva médica y a la protección de las fuentes periodísticas". Para mi pasmo, desde la otra orilla, la politóloga Claudia López también pretende que los periodistas revelemos quiénes nos suministran informaciones veraces, dizque para "proteger la estabilidad institucional" (¡!).
En otras palabras, que, a conveniencia del interesado de turno, pueda obligarse a un cura a divulgar los pecados de quien pasó por el confesionario, a un médico las circunstancias en que atendió a un paciente y a un periodista la identidad de una fuente. Por esa vía podría aconsejarse la liquidación del secreto profesional del abogado, la reserva del sumario y derechos elementales como recibir asistencia jurídica o no denunciar a los familiares más cercanos. Ya que los tiempos andan "tan agitados" (hace poco Rangel daba a entender lo contrario), también podría parecer un poco decimonónico el hábeas corpus y no estaría mal acabar de una vez con él. De pronto hasta podríamos copiar la doctrina de Bush, que autoriza torturas y permite detenciones en condiciones inhumanas. Lo que falta es imaginación, señores...
Malos vientos soplan desde el entorno del Gobierno; vientos inquietantes, que arrecian a medida que la crisis se ahonda.
cambalache@mail.ddnet.es
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