De Frente. Maria Elvira Samper
“Nos traicionaron, h.p. …” dijo ‘Jorge 40’ la madrugada del martes cuando, con otros 13 ex jefes narcoparamilitares, era trasladado a Bogotá para ser extraditado a Estados Unidos. Significativa declaración que confirma los pactos secretos entre el Gobierno y los capos de las Auc. El Gobierno les había prometido la no extradición. Solo así se explica que sea el único grupo armado ilegal en el mundo que se ha desmovilizado sin haber sido derrotado. La única razón: salvar el pellejo de las garras de las cortes gringas.
El presidente Uribe justificó la sorpresiva decisión porque algunos seguían delinquiendo, porque otros no cooperaban con la Justicia y porque todos incumplían con la reparación de las víctimas. Nada que no se supiera. Era un secreto a voces que seguían cometiendo delitos, que no habían suspendido sus negocios de narcotráfico, que revivieron a control remoto grupos armados, que aún tienen influencia en las regiones, que ordenaban asesinatos de líderes comunitarios, campesinos, indígenas, políticos y autoridades locales.
Desde julio de 2003, cuando firmaron el Acuerdo de Santa Fe de Ralito, hasta hoy –dos años después de empezar la aplicación de la Ley de Justicia y Paz– los extraditados y buena parte de los que se quedaron han violado los acuerdos en forma sistemática. Según la Comisión Colombiana de Juristas, entre diciembre de 2001 y junio de 2007, se registraron más 3.530 muertes atribuidas a los paramilitares.
Los extraditados y sus colegas no han estado comprometidos ni con la paz, ni con la justicia, ni con la reparación, pero aún así el Gobierno siguió adelante con un proceso que ha manejado con laxitud. ¿Por qué, entonces, extraditar ahora y no antes si ya había pruebas de sobra? ¿Por qué hasta ahora si era evidente desde hacía dos años que esos criminales habían convertido la Ley de Justicia y Paz en rey de burlas? Porque la pita no aguantó más y el riesgo de no extraditar era mayor que incumplir compromisos. Por eso la decisión tiene tantas implicaciones de profundidad.
Fue, sin duda, un golpe de opinión calculado y de gran impacto. Una salida funcional en momentos en que las aguas turbulentas de la parapolítica se habían colado en la Casa de Nariño, también enlodada por el caso Yidis y la compra-venta de votos motivo reelección. Una medida que cambia el foco de atención y que deja al Presidente muy bien parado ante la comunidad internacional que nunca creyó en la bondad del proceso, y sobre todo ante los Estados Unidos que estaban presionando por las extradiciones. Una decisión que parece blindar a Uribe contra sindicaciones de favorecimiento al paramilitarismo y que podría contribuir a aliviar las tensiones con las mayorías demócratas del Congreso gringo, que tienen frenado el TLC por los asesinatos de los sindicalistas y las violaciones de los derechos humanos.
Pero también es el reconocimiento del fracaso del proceso con las Auc y un golpe de gracia a las investigaciones de la parapolítica y a las víctimas, que ven esfumarse aun más las ya magras esperanzas de conocer la verdad, de que se haga Justicia, de ser reparadas. Es cierto que los 14 extraditados estarán a buen recaudo, que perderán contacto con sus redes, que no podrán ‘mamarles gallo’ a los jueces gringos como han hecho aquí con los fiscales, y es posible que sean condenados a muchos años de cárcel –muchos más que los míseros ocho años, como máximo, que habrían tenido en Colombia–, pero nada garantiza, aun con los convenios de cooperación de por medio, que los jueces gringos puedan obligarlos a autoincriminarse y a confesar delitos de lesa humanidad si los están procesando por narcotráfico.
La pregunta es si no estamos cambiando información sobre rutas y cómplices de narcotráfico por la verdad sobre la tragedia humanitaria que causó el paramilitarismo. Queda, sin embargo, la carta de la Corte Penal Internacional porque es evidente que Colombia se ha mostrado incapaz de hacer Justicia en este caso.
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