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En buena hora la Procuraduría y el senador Robledo se le atravesaron al ministro y pusieron las cosas en su sitio. Carimagua es en realidad una chichigua de 17.000 hectáreas englobadas en el proyecto estrella de colonización uribista bautizado como Recuperación de la Alta Orinoquia, que busca poner en los bolsillos de megaempresarios la bobería de 6’400.000 hectáreas entre los ríos Orinoco, Meta, Vichada y Manacacías, y que el señor Presidente presume despobladas —aun de desplazados—, pero donde viven de esas “tierras ácidas” 54 resguardos indígenas y miles de campesinos y colonos.
La Embajada de Colombia en Japón hizo en 2005 el lanzamiento del proyecto en Tokio, exaltando la fertilidad del suelo y las posibilidades tan rentables que ofrecían las tierras para cosechar palma, caucho, madera y, además, producir oxígeno, un plus que se negocia en Bolsa. No fue un acto, fue una feria. Uribe le echó el cuento a Bush y a Bill Gates, mientras el embajador colombiano embaucaba a Gunter Pauli, de la Fundación Zeri, comerciante de oxígeno; a la firma Daiwa House, negociadora de aguas, y a la Cargill, la mayor comercializadora de granos del mundo. Y, como si fuera poco, al más poderoso banco norteamericano, el J. P. Morgan Chase, mercader de acero y de guerras.
Para mostrar al mundo que el proyecto no era embuste, Incoder le tituló al senador uribista Habib Merheg; a su secretaria; a su abogado y a una docena de sus seguidores, 18.000 hectáreas, y cedió a la Fuerza Aérea Colombiana 61.500 hectáreas –un predio cuatro veces más grande que Carimagua– para instalar un campo de entrenamiento de bombardeos y un gran proyecto de “desarrollo social” para “emplear personas que han sido afectadas por el conflicto y en primera línea por nuestros soldados y policías discapacitados, nuestros oficiales y suboficiales”. (¿Qué pensará Venezuela de esta punta de lanza a pocos kilómetros de la frontera?)
De todos modos, el Gobierno está encartado con Carimagua, que fue un centro experimental de primera importancia, dirigido y financiado por el CIAT y el ICA hasta por allá a mediados del 90, cuando la guerrilla se tomó la sede, destruyó laboratorios y se llevó unos carros. El Gobierno optó entonces por entregar el predio al Fondo Ganadero del Huila en condiciones que la Procuraduría está en mora de investigar. Después todo proyecto ha fracasado, salvo la pista aérea utilizada por antinarcóticos y la base militar con 600 efectivos, que no son los mismos terrenos donados a la FAC. En Carimagua las construcciones están medio destruidas; la biblioteca –llena de informes técnicos valiosos–, enmohecida; las carreteras enmontadas y ni qué decir de los experimentos en pasto, sorgo y marañón. ¿Qué hacer con esas 17.000 hectáreas?
En el exterior –de dientes para afuera– se destinaron a los desplazados para atraer recursos y lavarse las manos; en el interior, como se sabe, se las quiso entregar el Gobierno a los palmicultores, caucheros –¡otra vez los caucheros!– y a los aserradores, que han arrasado nuestras selvas, ofreciéndoles todo tipo de gabelas tributarias. La Procuraduría brincó a tiempo y la opinión pública se enteró de manera práctica y tangible de la política agraria del gobierno de Uribe: conceptualmente hablando –subrayo, conceptualmente–, es el mismo modelo patentado en el Urabá chocoano por el ‘Alemán’, o por ‘Jorge 40’ en las tierras del Cesar: desplazar a los pobres para meter a los ricos.
En el Vichada, el trabajo de sacar indígenas y colonos de sus tierras lo ha hecho el Señor Cuchillo, jefe todopoderoso de los paramilitares que continúa prestando importantes servicios a la causa de la seguridad regional. Mirada en conjunto, la política agraria de los últimos gobiernos ha sido en la práctica una obra en tres actos: primer acto, entrada de los paramilitares motosierra en mano y desplazamiento de campesinos; acto segundo, negociación con los paramilitares, y acto final, entrega de tierras a grandes inversionistas.
La Embajada de Colombia en Japón hizo en 2005 el lanzamiento del proyecto en Tokio, exaltando la fertilidad del suelo y las posibilidades tan rentables que ofrecían las tierras para cosechar palma, caucho, madera y, además, producir oxígeno, un plus que se negocia en Bolsa. No fue un acto, fue una feria. Uribe le echó el cuento a Bush y a Bill Gates, mientras el embajador colombiano embaucaba a Gunter Pauli, de la Fundación Zeri, comerciante de oxígeno; a la firma Daiwa House, negociadora de aguas, y a la Cargill, la mayor comercializadora de granos del mundo. Y, como si fuera poco, al más poderoso banco norteamericano, el J. P. Morgan Chase, mercader de acero y de guerras.
Para mostrar al mundo que el proyecto no era embuste, Incoder le tituló al senador uribista Habib Merheg; a su secretaria; a su abogado y a una docena de sus seguidores, 18.000 hectáreas, y cedió a la Fuerza Aérea Colombiana 61.500 hectáreas –un predio cuatro veces más grande que Carimagua– para instalar un campo de entrenamiento de bombardeos y un gran proyecto de “desarrollo social” para “emplear personas que han sido afectadas por el conflicto y en primera línea por nuestros soldados y policías discapacitados, nuestros oficiales y suboficiales”. (¿Qué pensará Venezuela de esta punta de lanza a pocos kilómetros de la frontera?)
De todos modos, el Gobierno está encartado con Carimagua, que fue un centro experimental de primera importancia, dirigido y financiado por el CIAT y el ICA hasta por allá a mediados del 90, cuando la guerrilla se tomó la sede, destruyó laboratorios y se llevó unos carros. El Gobierno optó entonces por entregar el predio al Fondo Ganadero del Huila en condiciones que la Procuraduría está en mora de investigar. Después todo proyecto ha fracasado, salvo la pista aérea utilizada por antinarcóticos y la base militar con 600 efectivos, que no son los mismos terrenos donados a la FAC. En Carimagua las construcciones están medio destruidas; la biblioteca –llena de informes técnicos valiosos–, enmohecida; las carreteras enmontadas y ni qué decir de los experimentos en pasto, sorgo y marañón. ¿Qué hacer con esas 17.000 hectáreas?
En el exterior –de dientes para afuera– se destinaron a los desplazados para atraer recursos y lavarse las manos; en el interior, como se sabe, se las quiso entregar el Gobierno a los palmicultores, caucheros –¡otra vez los caucheros!– y a los aserradores, que han arrasado nuestras selvas, ofreciéndoles todo tipo de gabelas tributarias. La Procuraduría brincó a tiempo y la opinión pública se enteró de manera práctica y tangible de la política agraria del gobierno de Uribe: conceptualmente hablando –subrayo, conceptualmente–, es el mismo modelo patentado en el Urabá chocoano por el ‘Alemán’, o por ‘Jorge 40’ en las tierras del Cesar: desplazar a los pobres para meter a los ricos.
En el Vichada, el trabajo de sacar indígenas y colonos de sus tierras lo ha hecho el Señor Cuchillo, jefe todopoderoso de los paramilitares que continúa prestando importantes servicios a la causa de la seguridad regional. Mirada en conjunto, la política agraria de los últimos gobiernos ha sido en la práctica una obra en tres actos: primer acto, entrada de los paramilitares motosierra en mano y desplazamiento de campesinos; acto segundo, negociación con los paramilitares, y acto final, entrega de tierras a grandes inversionistas.
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