Juan Gabriel Tokatlian, La Nación, Buenos Aires, febrero 13 de 2008
Mientras avanzan las primarias de los partidos Republicano y Demócrata, en Estados Unidos, y se suceden los "supermartes", crece la percepción interna e internacional de que la idea (¿o la esperanza?) de un cambio se ha instalado definitivamente en la puja electoral que llevará a alguno de los contendientes a la Casa Blanca. Es probable que en ciertas cuestiones específicas del ámbito doméstico esa expectativa se pueda materializar. Sin embargo, es altamente factible que en el campo de la política internacional exista continuidad. Cinco factores apuntan en esa dirección.
Primero, Estados Unidos quedó profundamente sacudido por el 11 de Septiembre. Por una parte, la sociedad civil quedó tan sensibilizada que la única opción de cualquier presidente será ser "duro" contra los terroristas -así como en la Guerra Fría la alternativa giró en torno de quién era más "duro" contra el comunismo-. Por otra parte, los políticos quedaron restringidos con el trauma posterior a la muerte brutal de más de 3000 estadounidenses en su propio territorio, los militares se tornaron adictos a la nueva "guerra contra el terrorismo" y ambos están hipnotizados con la noción de una primacía global de Estados Unidos. En breve, el país quedó encerrado -cautivo y cautivado- en la lógica del 11/9. Con miedo y en recesión, es difícil suponer virajes sustantivos en el frente externo. Hasta las posturas sobre qué hacer en Irak se han ido desdibujando: la ambigüedad, la confusión y la improvisación son las notas prevalecientes en las campañas y los programas.
Segundo, ningún candidato y ninguna fuerza política parecen dispuestos a revaluar el papel de la fuerza en las relaciones externas de Estados Unidos. La hipermilitarización de la política exterior es cada vez más elocuente: todos los indicadores cuantitativos y cualitativos apuntan en esa dirección.
Demócratas y republicanos, neoconservadores y liberales, por igual, confían hoy en exceso en el valor del uso de la fuerza en la política mundial y se muestran temerosos del derecho internacional, las instituciones multilaterales y los regímenes internacionales. Palomas y halcones, cosmopolitas y tradicionalistas, por igual, les han dejado un espacio de acción inusitado a las fuerzas armadas y confían cada vez más en el músculo militar en detrimento de la persuasión
política.
El dilema no es si Estados Unidos es ya o va en camino de ser un imperio; lo problemático es el camino "prusiano" de liderazgo mundial que su dirigencia parece haber consentido.
Tercero, la mayoría de los actores y fuerzas internos vinculados a la política exterior no muestran señales de alteración de sus objetivos y preferencias. Los intereses petroleros y financieros no parecen inclinados a exigir una política distinta en Medio Oriente y Asia Central y frente al mercado de capitales. Los lobbies -por ejemplo, el judío y el cubano- no impulsan miradas novedosas frente al tema israelí-palestino o el futuro de las relaciones con el castrismo (viejo y nuevo). Los cabildeos de diferentes y poderosos grupos de interés en el campo económico y ecológico lucen refractarios ante el entorno global y procuran exclusivamente beneficios individuales que sólo se maximizan si Estados Unidos acompaña su preponderancia militar con una preeminencia material: el unilateralismo, más que el aislacionismo, se ha enraizado profundamente y en vastos sectores sociales.
En breve, no existe una coalición social y política alternativa y activa que abogue por una alteración significativa de la política externa del país.
Cuarto, el deterioro económico interno y su proyección externa concentrarán buena parte de la agenda del próximo mandatario estadounidense. No por voluntad, sino por necesidad, el presidente deberá poner la casa en orden antes que pretender el reordenamiento de la casa de los otros, sean éstos amigos o adversarios. La principal fuente de eventual declinación estadounidense está en su interior, y es mucho más socioeconómica que técnico-militar.
Por ello, hay una suerte de consenso tácito en algunas materias estratégicas del ámbito externo: frenar a China, cooptar a la India, disuadir a Rusia, controlar a Europa, poner en cuarentena a Paquistán, contener a Irán, sostener a Arabia Saudita, defender a Israel, aislar a Venezuela, entre otros. En esos temas, se puede observar, en líneas generales, una relativa convergencia entre los principales candidatos: sobre estos asuntos hablan poco y, cuando lo hacen, sus diferencias son de estilo y no de contenido.
Quinto, ni Barack Obama ni Hillary Clinton ni John McCain ni Mitt Romney podrán modificar de modo sustantivo la política exterior, porque difícilmente las personas puedan reorientar de manera drástica la conducta externa de una potencia vigente. Prefigurar cambios debido al perfil individual de cada candidato es osado, y más aún en el caso de Estados Unidos; en especial cuando Washington no abandona su pretensión de primacía: esto es, ninguno de los candidatos demócratas y republicanos cuestiona esa estrategia y su premisa básica de que Estados Unidos no debe aceptar el surgimiento de una potencia de igual talla, sea ésta aliada o enemiga. A lo sumo, unos y otros expresan variaciones de una primacía calibrada; una primacía menos agresiva y arrogante que la que ha venido desplegando el presidente George W. Bush.
Como bien señalara recientemente Richard Haass -actual director del prestigioso Council on Foreign Relations y ex director de la conspicua Oficina de Planeamiento de Políticas del Departamento de Estado (2001-03)-, Estados Unidos ha ingresado en un "momento palmerstoniano". Esto es, una etapa en la que el dictum de lord Palmerston acerca de que las naciones no tienen ni amigos permanentes ni enemigos permanentes, sólo intereses permanentes, orientará decisivamente su política exterior. (Sería bueno que la Argentina tomara nota de esta tendencia, más visible después del fiasco de Irak.)
Por ello, no es dable esperar grandes novedades ni una honda transformación con un presidente (hombre o mujer) demócrata o republicano. Las actuales primarias corroboran que hay matices, tonos distintos y perfiles disímiles entre los candidatos con mayores opciones. Pero no hay distancias, desacuerdos ni diferencias francamente notables. Los contendores pueden exhibir características personales distintivas y aun responder a tradiciones partidistas
particulares. Ello, sin embargo, no implica que vaya a ocurrir un cambio en la política exterior de Estados Unidos. La continuidad la imponen un conjunto de fuerzas, factores y fenómenos, internos y externos, que limitan la capacidad de acción e innovación de una persona con poder, por más que él o ella sean el presidente de Estados Unidos.
El autor es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.
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