He oído varias veces al presidente de la República criticar a sus predecesores por lo que hicieron y por lo que no hicieron.
Ha dicho que su política económica, incluido el Tratado de Libre Comercio, que desesperadamente se esfuerza por hacer aprobar en el Congreso norteamericano, no se parecerá a la improvisada y torpe apertura económica de los años noventa. Ha dicho que su negociación con los paramilitares no se parecerá a las políticas de sometimiento a la justicia que adelantaron otras administraciones. Ha dicho que no hará, como otros presidentes, despejes del territorio para adelantar conversaciones con la guerrilla. Ha dicho que el país no debe volver a esos gobiernos blandos y tolerantes, condescendientes con el desorden, faltos de autoridad y de decisión. Y la verdad es que, en comparación con Uribe, uno tiene la sensación de que hace mucho tiempo el país no era gobernado.
Uribe está en todas partes, sabe de todo, sus consejos comunales son una rapsodia de todos los temas, desde las grandes obras de infraestructura hasta los pequeños asuntos domésticos de las personas que participan en ellos: hace unos días lo oí ordenar a un oficial del Ejército que acompañara a una señora beneficiada con un microcrédito, para sacar un anillo de la casa de empeño. Incluso lo hemos oído hacer algo que no haría ningún gobernante: llamar por teléfono a un pequeño funcionario para insultarlo y amenazarlo por sucumbir a la corrupción, en vez de ponerlo con dignidad en manos de la justicia. Y uno a veces tiene la sensación de que Uribe es el presupuesto, de que Uribe es el confesor, de que Uribe es la justicia, de que Uribe es el Estado.
Ya desde el comienzo nos dijeron que cuatro años no eran suficientes. La cosa se volvió verdad, cuatro años volaron sin dejarnos la certeza de que Uribe hubiera cambiado al país. Había producido cambios importantes. La seguridad democrática desmovilizó a toda una línea de paramilitares, y sacó a las guerrillas de la zona central del territorio, entre Santa Marta, Bucaramanga, Bogotá, Cali, Medellín y Cartagena. Pero era evidente que ni la pobreza, ni el empleo, ni la salud, ni la educación, habían logrado emerger de la terrible crisis de las últimas décadas. Para no hablar de la justicia, de las cárceles, de la pavorosa crisis humanitaria, de la prolongación de la guerra, que al presidente y a sus funcionarios les desagrada llamar así. Necesitaba un segundo mandato, y Colombia se lo concedió.
Ahora empieza a saltar a la vista que Uribe necesita un tercer mandato. En primer lugar, porque en el conjunto de los partidos que lo apoyan nadie tiene su perfil, ni su carácter, ni su autoridad, ni su inteligencia, ni su habilidad, ni su elocuencia, ni la claridad que él parece poseer sobre el tipo de proyecto que tiene en sus manos y sobre el tipo de leyenda que se propone dejar para la historia. Es más, creo que sólo Uribe, entre todos sus partidarios, sabe qué tipo de cambios está obrando sobre la sociedad colombiana.
Sean cuales sean, no están consolidados todavía. El proceso de Justicia y Paz con los paramilitares está por resolverse, todavía no sabemos cuál será el desenlace de su justicia, cuáles serán los niveles de la reparación, ni cómo será la paz que se desprenda de él. Por ahora sólo empezamos a ver la magnitud de los crímenes que se cometieron. La guerra con las guerrillas tampoco está resuelta. El gobierno está seguro de que las derrotará militarmente, a pesar del escepticismo de muchos sectores, pero ello no ha ocurrido todavía. Es otra tarea inconclusa, y no parece que se pueda llevar a feliz término en los dos años que faltan. Y por otra parte el TLC sigue empantanado, y bajo el riesgo de que un triunfo demócrata demore más su aprobación. Esos tratados siempre tienen ganadores y perdedores, y en nuestro caso está claro que sólo beneficiará a los empresarios que están en condiciones de competir en el mercado internacional.
Seguramente los perdedores serán muchos, pero ello no es culpa del Tratado en sí sino de las muchas fallas de nuestro orden económico y social, que Uribe hasta ahora no se ha propuesto modificar. Uribe necesita un tercer mandato.
Sus partidarios tienen no sólo el derecho de intentar la reforma constitucional que permita la segunda reelección del presidente, sino también las condiciones para lograrlo. Uribe cabalga hoy sobre la cresta de la ola de una popularidad del 80 por ciento, según las empresas encuestadoras, y cada problema lo hace subir un poco más. Los escándalos de la parapolítica, Chávez, Jorge Noguera, la condena de los militares que masacraron a los policías antinarcóticos en Jamundí, todo es aire caliente para este globo que asciende sin tregua.
Nadie como Uribe, en toda la historia de Colombia, ha tenido la posibilidad real de cambiar el país. Nadie ha tenido más conocimiento, nadie ha tenido más poder, nadie ha tenido más apoyo de los sectores más disímiles. No sólo de los empresarios y de los dueños de la tierra, también de los políticos, de grandes medios de comunicación y hasta de sectores a los que ha procurado someter a la ley, como los paramilitares. Sólo él habría tenido la posibilidad de avanzar en una reforma agraria verdadera, es decir, no en una ingenua distribución de predios sino una racionalización de la producción agrícola que beneficie de verdad a las mayorías. Sólo él ha tenido la posibilidad no sólo de hacer un intercambio humanitario sino de lograr una negociación política del conflicto. Sólo él ha tenido la posibilidad de echar a andar un plan vial verdaderamente modernizador. Sólo él ha estado en condiciones de inscribir nuestra economía en el orden global con responsabilidad y con éxito, y pensando en los inmensos sectores excluidos, deprimidos y postergados de la sociedad.
Pero al cabo de casi seis años de Uribe no me parece ver que los problemas fundamentales del país se hayan resuelto. Su gobierno ya no está en condiciones de quejarse de lo pocos que son cuatro años, pero puede empezar a decir que ocho años son muy poco tiempo, que para cambiar a Colombia se necesitan más. Posiblemente tenga razón. Pero la pregunta no es si está cambiando el país, pues no dudo de que lo está haciendo, sino si esos cambios son para bien y benefician de verdad a esas mayorías que hoy lo aprueban de un modo casi religioso.
Él tiene que saberlo bien, y ya el país sabrá si Alvaro Uribe supo aprovechar su inmenso poder, su abrumadora popularidad, la adoración de sus partidarios, el favor de los grandes medios de comunicación, la amistad de los empresarios, la solidaridad de gremio de los dueños de la tierra, el respaldo de las Fuerzas Armadas cuyo presupuesto ha incrementado año por año; si supo aprovechar todo eso para dejarnos un país mejor del que teníamos. Porque esas cosas finalmente se saben, y nadie tendrá menos derecho de decir que no tuvo las condiciones o el tiempo para obrar esos cambios.
Nos parece ver que crece la economía pero no el empleo, que no disminuye la pobreza, que hay un asombroso auge de la construcción pero sólo de vivienda de lujo para altos estratos, que hace carrera hasta el delirio la idea suicida de que se puede vivir de la renta de pequeños capitales, que no hay una economía preparando a los medianos y pequeños productores para el impacto abrumador del ingreso en el mercado mundial, que no hay un proceso serio de mejoramiento de la infraestructura vial, que no hay un esfuerzo de mejoramiento de la calidad de la educación, hasta el punto escandaloso de que, como indican las pruebas recientes, tenemos una sociedad que no entiende lo que lee. Nos parece ver que no hay verdadera voluntad de reparar a las víctimas de las violencias y que lo que se prepara es un bálsamo de epidérmicas indemnizaciones. Nos parece ver que soluciones grotescas como el proyecto de entregar el predio de Carimagua a unos empresarios palmeros no es un accidente sino el símbolo de una manera asombrosamente frívola de mirar el drama colombiano. No hay un verdadero plan de recuperación de la convivencia ciudadana, no hay un gran proyecto de dignificación de la comunidad, no sabemos de un proyecto para jóvenes pobres que los redima de la maldición de una guerra eterna.
Es evidente que Uribe necesita un tercer mandato. Pero no es nada evidente que el país necesite un tercer mandato de Uribe.
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