Marchar o no marchar…

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Sombrero de mago


Alguien, con cierta dosis de humor negro, me dijo que marcharía el lunes portando en sus manos una motosierra, debido a la convocación que hizo el líder del paramilitarismo Salvatore Mancuso. Otro, con sentido del mercado, afirmó que a los fabricantes de camisetas les iría formidable. Alguno más, advirtió que no “le tramaba” el falso dilema en boga: o Uribe o las Farc.
Reinaldo Spitaletta





viernes, 01 de febrero de 2008

Y así, sondeando en alguna tienda o en aulas académicas, hay visiones diversas sobre una marcha que nació en internet y que hoy está polarizada, porque, de veras, los manoseos de uno y otro lado han sido aprovechados por la política oficial, por mercaderes, por vendedores de ilusiones.

Para unos, muy enterados, la marcha debe ampliar sus objetivos. No ser solamente una demostración de repudio a la guerrilla (a los “terroristas” o “bandidos”, según quien hable), sino a todo el orden (o desorden) calamitoso del país. Señoras de mi barrio me dicen que estarían de acuerdo con una protesta, además, contra la impunidad de que gozan otros asesinos, tan criminales o más que la banda de Tirofijo.

Y así la célebre marcha de 4 de febrero, tan curiosa en un país que casi nunca sale a protestar por nada, cuando hay motivos de gran calibre para por lo menos hacer una marcha semanal, digo entonces que la marcha, ahora más racionalizada, también en un país que según un eslogan oficial es “pasión”, tiene aristas varias.

Una especulación afirma que la marcha se puede calentar no por el sol tropical sino porque hay intereses diversos. Aunque aquí no está dentro de la normalidad la desobediencia civil, hay algunos, no sin razón, que quisieran también marchar contra las políticas de Bush.

Y sobre todo, cuando ya ni siquiera hay estudiantes belicosos, como en tiempos aquellos, cuando salían a protestar contra la presencia de representantes del imperio en visita a Colombia. Desde los días de Rockefeller o de Kissinger, cuando las calles se llenaban de coros antiyankis, poco o casi nada se ve en asuntos de mítines populares. Por estos solares arribó la dulce Condoleeza y poco se sintió la repulsa. Hubo, eso sí, muchos besamanos y postraciones, además de postres.

Volvamos a la marcha. Está claro que nadie quiere a las Farc. Además, como dice otra señora, no representan al pueblo. Son evidentes los usos de abominables métodos terroristas. Puede incluso que a ellas les importe un mango si hay una demostración en contra suya y una exigencia universal de liberar a los secuestrados.

Sin embargo, los males ya inveterados de la nación colombiana no tienen su causa en esa organización. Ellas son más bien un efecto de un sistema de injusticias e inequidades. Desde luego, hay que repudiar sus acciones, pero, al parecer, se requiere una negociación política para la resolución del conflicto. Todavía –se nota- tienen aliento para rato.

Así como hay voces para que la marcha también sea una manifestación contra el paramilitarismo, o, por qué no, contra otras miserias que castigan al pueblo colombiano, no faltan los que quieran llevar en su camiseta una efigie de Chávez. Para exaltarlo o para condenarlo.

Es posible que esta convocatoria sirva para despertar el interés en una cultura política, en la necesidad de la reflexión y el debate sobre los problemas nacionales. O que solamente se quede –como también se nota- en la agitación propagandística gubernamental.

Ya se sabe de amplios sectores que no marcharán. Se concentrarán para clamar por un necesario acuerdo humanitario, contra la guerra y contra el secuestro. Lo que evidencia, además, que hay posiciones críticas frente a una marcha que si bien tiene en su concepción original asuntos de relevancia, ha sido manipulada por sentimientos de patriotería, de falsos dilemas y hasta por mercachifles.

De tal manera, que lo que pudo haber nacido sin “color político” se ha ido deslizando hacia intereses diversos, como los de utilizarla para efectos propagandísticos oficiales. Sin embargo, en medio de la confusión quedan cosas claras. Una, hay que protestar contra el secuestro, los crímenes de lesa humanidad de la guerrilla y contra las violaciones a los derechos humanos que ella comete.

Y, otra, también protestar contra otros grupos criminales que han sembrado de desgracias, muerte y desolación los campos colombianos; vociferar contra aquellos que han producido en Colombia más de cuatro millones de desplazados y contra las causas de un conflicto armado que lleva más de cuatro décadas desangrando al país.

El 4 de febrero tal vez sirva en Colombia para mostrar distintos niveles de conciencia (o inconciencia) política. Y, con certeza, para aumentar la venta de agua helada y camisetas. Y para que algún crítico audaz salga con una motosierra, tal vez de cartón piedra, como símbolo de otras ignominias.

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